sábado, 7 de septiembre de 2013

Complejos

Este agosto he disfrutado de tres semanas de vacaciones familiares. Primero, en tierras burgalesas, con sus verdes arboledas, campos ocres, calor durante el día y frescor en la noche, entre otros encantos culturales y gastronómicos que bien saben apreciar peregrinos y forasteros. Después, he viajado a París y los Alpes franceses. Tanto la Cité (en la que ya había estado varias veces), como las altas montañas que se alzan junto a la frontera de Italia y Suiza, han satisfecho, por distintos motivos, mis expectativas. A partir de ahí, dos cosas han vuelto a llamarme sobremanera la atención. Una: lo caras que son sus autopistas (con infinidad de tramos en obras o firme en mal estado y retenciones mayores que las que jamás he tenido que soportar para entrar en una capital española), así como todo lo que se ofrece a los turistas (sin contar con Eurodisney, cuya entrada de un día en su parque principal, más el desplazamiento de cuarenta minutos en tren desde el centro, para dos adultos y dos niños, alcanza los 300 euros). Aunque para “sablazo” el de 40 euros que te propinan al cruzar la aduana si quieres entrar a conocer Ginebra (una ciudad que en un domingo de agosto tiene cerrado el edificio de la ONU en el que se exhibe la famosa cúpula sobre los Derechos Humanos de Miguel Barceló y las oficinas de información, pareciendo una ciudad fantasma –y de fantasmas, conduciendo Ferraris, Porches o Rolls Royce por calles sin gente repletas de joyerías de lujo, cuyos clientes deben de ser los mismos que tienen cuentas en bancos que hacen gala de su opacidad de cara al fisco, con dinero de más que dudosa procedencia-). Dos: lo agradables y detallistas que son los franceses (al menos, cuando te diriges a ellos en su lengua y buenos modales –habiendo hecho previamente unos cuantos gestos a tus niños para que dejen de hablar tan alto, que allí nadie lo tiene por costumbre, y de comportarse, en comparación con el resto, como pequeños salvajes-).
En conclusión, que de regreso a casa he pensado que aquí, salvo algunas excepciones, tenemos unas vías de comunicación, al menos las más transitadas, envidiadas hoy por hoy en el país vecino, como pusieron de manifestó unos amigos bretones que vinieron a vernos en julio. También, que los precios que damos a los visitantes (incluyendo los de los parques temáticos, en los que no tienes que hacer colas tan largas las que se producían en el ya citado) son mucho más módicos y apetecibles. Y, en consecuencia, que puede que seamos demasiado críticos con nuestras infraestructuras y la manera como promocionamos el turismo. En fin, que quizás lo que nos pierde un poco son las formas. En Annency, una bonita localidad al pie de un lago, una noche cenamos en un terracita con servilletas de papel, tiempo de espera entre plato y plato y olor a fritanguilla proveniente del cuchitril en el que se cocinaba. Muslo de pollo con pommes de terre frites para los críos a 15 euros por barba. Pero el camarero, al traernos la cuenta, nos agradeció dos o tres veces nuestra visita, nos preguntó qué tal estábamos pasando las vacaciones y nos deseó un buen final de las mismas, todo ello con un amplio repertorio de gestos placenteros. Nos fuimos contentos y dejando propina.

¡A ver si esta noche nos ganamos la posibilidad de volver a demostrar a todo el mundo, con la organización de las Olimpiadas de 2020, lo bien que sabemos hacer las cosas!