Este agosto he disfrutado de tres semanas de vacaciones
familiares. Primero, en tierras burgalesas, con sus verdes arboledas, campos ocres,
calor durante el día y frescor en la noche, entre otros encantos culturales y
gastronómicos que bien saben apreciar peregrinos y forasteros. Después, he
viajado a París y los Alpes franceses. Tanto la Cité (en la que ya había estado varias veces), como las altas
montañas que se alzan junto a la frontera de Italia y Suiza, han satisfecho,
por distintos motivos, mis expectativas. A partir de ahí, dos cosas han vuelto
a llamarme sobremanera la atención. Una: lo caras que son sus autopistas (con
infinidad de tramos en obras o firme en mal estado y retenciones mayores que
las que jamás he tenido que soportar para entrar en una capital española), así
como todo lo que se ofrece a los turistas (sin contar con Eurodisney, cuya
entrada de un día en su parque principal, más el desplazamiento de cuarenta
minutos en tren desde el centro, para dos adultos y dos niños, alcanza los 300
euros). Aunque para “sablazo” el de 40 euros que te propinan al cruzar la
aduana si quieres entrar a conocer Ginebra (una ciudad que en un domingo de
agosto tiene cerrado el edificio de la ONU en el que se exhibe la famosa cúpula
sobre los Derechos Humanos de Miguel Barceló y las oficinas de información,
pareciendo una ciudad fantasma –y de fantasmas, conduciendo Ferraris, Porches o
Rolls Royce por calles sin gente repletas de joyerías de lujo, cuyos clientes
deben de ser los mismos que tienen cuentas en bancos que hacen gala de su opacidad
de cara al fisco, con dinero de más que dudosa procedencia-). Dos: lo
agradables y detallistas que son los franceses (al menos, cuando te diriges a
ellos en su lengua y buenos modales –habiendo hecho previamente unos cuantos
gestos a tus niños para que dejen de hablar tan alto, que allí nadie lo tiene
por costumbre, y de comportarse, en comparación con el resto, como pequeños
salvajes-).
En conclusión, que de regreso a casa he pensado que aquí,
salvo algunas excepciones, tenemos unas vías de comunicación, al menos las más
transitadas, envidiadas hoy por hoy en el país vecino, como pusieron de manifestó
unos amigos bretones que vinieron a vernos en julio. También, que los precios
que damos a los visitantes (incluyendo los de los parques temáticos, en los que
no tienes que hacer colas tan largas las que se producían en el ya citado) son
mucho más módicos y apetecibles. Y, en consecuencia, que puede que seamos
demasiado críticos con nuestras infraestructuras y la manera como promocionamos
el turismo. En fin, que quizás lo que nos pierde un poco son las formas. En
Annency, una bonita localidad al pie de un lago, una noche cenamos en un
terracita con servilletas de papel, tiempo de espera entre plato y plato y olor
a fritanguilla proveniente del cuchitril en el que se cocinaba. Muslo de pollo
con pommes de terre frites para los
críos a 15 euros por barba. Pero el camarero, al traernos la cuenta, nos
agradeció dos o tres veces nuestra visita, nos preguntó qué tal estábamos
pasando las vacaciones y nos deseó un buen final de las mismas, todo ello con
un amplio repertorio de gestos placenteros. Nos fuimos contentos y dejando
propina.
¡A ver si esta noche nos ganamos la posibilidad de volver a demostrar a todo el mundo, con la organización de las Olimpiadas de 2020, lo bien que sabemos hacer las cosas!
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